Por Esther Ávalos Mesa | Educadora popular cubana

Todos pueden ser grandes… porque todos pueden servir. Para servir no hace falta un título universitario. Para servir no hay por qué hacer concordar el sujeto y el verbo. Sólo se necesita un corazón lleno de gracia. Un alma generada por el amor”. 
Martín Luther King, Jr.

Cuando este pasado 10 de noviembre se dio a conocer en Santa Marta la hermosa campaña “Cuba no está sola” que invita y convoca a dar apoyo a los afectados por el huracán Mathew en mi país, confieso que, como cubana, sentí una profunda gratitud, pero no constituyó una sorpresa. De ningún modo puede serlo para quien habita Santa Marta, la conoce y la siente.

Mi trabajo en estos meses en esta heroica comunidad de Cabañas, me ha ayudado a ir desentrañando de a poco la mística que hace de Santa Marta un lugar especialísimo que enamora y cautiva y uno de los elementos más fuertes que durante años ha sostenido y animado esa mística, es precisamente la capacidad solidaria de sus pobladores, puesta a prueba cientos de veces durante los tiempos más duros del conflicto armado. Desde la época del exilio forzoso en Honduras hasta nuestros días, Santa Marta ha sobrevivido y resistido vientos de todas direcciones, en primer lugar por su madurez política, pero también y como parte de ella, por su vocación de servicio, por su nobleza, por esa convicción profunda de que cada ser humano está hecho para los demás.

Santa Marta sabe muy bien lo que significa sentir como propio el dolor ajeno y no en mero discurso, sino demostrado en la práctica cientos de veces: cuando pasaban el Lempa bajo la artillería confabulada de dos ejércitos enemigos, cuando se refugiaron en Los Hernández, en La Virtud, en Mesa Grande y las magras raciones de alimentos eran compartidas o cedidas a los más necesitados. Juntas y juntos convivieron, edificaron y tejieron un formidable tejido organizativo en cuyo centro estuvo siempre un profundo sentido solidario.

Más tarde, cuando fue preciso abandonar la seguridad de los campamentos y volver a una tierra completamente arrasada, era el amor quien los movía: el amor a la causa, a la sangre derramada, a los que día a día se jugaban la vida en los campos de batalla. Los llamados retornos no son otra cosa que inmensos actos de amor y, como me dijo un día un protagonista de estos hechos: “Todo ese amor se volvió a la tierra”.

De este modo, se vuelven inútiles y vacíos en Santa Marta los grandes discursos sobre solidaridad y valores humanos porque estas palabras tremendas están incorporadas desde siempre a su cotidianidad.
Por eso, la campaña que están animando, dirigida a mis hermanos y hermanas del oriente cubano, me estremece; pero no puede sorprenderme. Era algo predecible de parte de aquellos que han entendido siempre que la solidaridad trasciende a todas las fronteras: políticas, religiosas, territoriales, culturales y se instala en el corazón de la gente y hacer sentir, allá muy dentro, la conciencia de que la humanidad no es otra cosa sino una gran familia. Y que implica, además, afectos, comprensión, empatía hacia el maltratado, el perseguido, el que sufre en cualquier punto del planeta.

Santa Marta es consciente de que la solidaridad no se agota con  campañas altruistas. Para sus pobladores es una actitud de vida donde subyace un compromiso cierto a sacrificarlo todo para ayudar a otras personas.

Su historia les enseñó una lección bien aprendida: o somos solidarios o nos devoran. Y sobrevivieron. 

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