Por Eduardo Portillo

Luego de su primera experiencia en Mesa Grande este 7 y 8 de enero, el experiodista de elfaro.net y la Prensa Gráfica, ahora freelance -trabajador independiente- publicó en su blog www.duduportillo.blogspot.com el siguiente relato con el título “Exilio”, a dicha excursión acudieron más de mil personas entre salvadoreños y hondureños, toda una tradición festiva y conmemorativa desde hace unos años para pobladores y familiares de comunidades que vivieron el exilio en Mensa Grande entre los años 1982-1992.

Susana Jiménez, María Rivas, Dinora Rivas (quien vivió en los refugios) y Eduardo Portillo.
"Caminamos por casi tres horas por los vestigios de los campamentos"

 

Si somos tiempo habría que estudiarlo, recapitularlo, entenderlo, como hacer una cuenta, qué año nací, qué siglo es, qué pasa a mi alrededor, qué hago en este lugar ¿Por cuánto tiempo? ¿Disponemos plenamente de nuestro tiempo? Imagine si fuera obligado a vivir en otro lugar, unos ocho, diez o hasta 12 años.

Si fuera un exiliado, quisiera entender las condiciones que me llevan a huir y estar lejos. Una búsqueda a la membrana del por qué. A mis treinta y cuatro junios me interesa saber lo ocurrido en mí pasado por ejemplo, aunque no me haya pasado precisamente a mí. Saber lo ocurrido, para que me ayude a interpretar mejor lo que se viene. En los próximos días se cumplen 25 años de la firma de paz en El Salvador, la cora. Una guerra civil (1980 – 1992) que hizo daño y heredó desgracias. Yo repito que no recuerdo nada de esos años, pero hay algo que me obliga a no ser indiferente a unos hechos tan dramáticos de los que sin duda puedo aprender. La semana pasada se me presentó una grandísima oportunidad para tomarme una dosis de memoria histórica y en este contexto de aniversario no pensaba desaprovecharla. Mi regalo en tan magna fecha. Una experiencia tremenda. Un campamento. Un espacio y un momento para recordar en Mesa Grande, Honduras, los tiempos de refugiado. Cuando miles de salvadoreños huyeron para encontrar la tranquilidad que en El Salvador se les negaba y para salvar la vida a causa de decisiones equivocadas y malvadas. Fui con mis primos quienes nacieron con ayuda de parteras en uno de los tantos campamentos instalados en esa llanura rodeada de pinos en el municipio de San Marcos, departamento de Ocotepeque. Mis primos viven ahora en El Zapote, cerquita de Santa Marta, esa comunidad en los cerros de Victoria que representa en Cabañas una excelente experiencia de desarrollo comunitario pos conflicto armado. De Santa Marta salimos en excursión al menos dos buses, dos microbuses, un pick up y que se yo cuántos vehículos más. Tantos recuerdos de aquel lugar sobreviven en miles de salvadoreños principalmente de los poblados fronterizos con el occidente hondureño, sitios como la comunidad Milingo en Suchitoto, y el municipio de Tenancingo en el departamento de Cuscatlán. De varios lugares de Chalatenango, entre ellos San Antonio Los Ranchos. De tantos lugares… le ayudé a armar la tienda de campaña a una familia de algún sitio en La Libertad. Calculamos fríamente con mi primo que había al menos 1200 almas. Le sugerí que censáramos aquel pueblo de gente, sin duda un dato valioso, pero resultaba un tedio en medio de un verdadero día de camping.

Llegados a Mesa Grande nos espera un grupo de seis militares hondureños, una venta de papas fritas y baleadas y un juego de tiro al blanco. Desde las diez de la mañana no ha parado de llegar gente de El Salvador. Se apean de los carros y se instalan en las pocas sombras del potrero. Lo primero es armar las tiendas de campaña, después se saca el machete y los hombres van a buscar leña mientras las mujeres disponen la hornilla. “Ya está el almuerzo”, pero nadie está obligado a comer, todos se han dispersado, saludando, conociendo el lugar, descansando.

Ajá que van a comer los González”, dice una amiga de la familia a quien inmediatamente se le ofrece de comer, después de saludos y bromas la amiga se despide porque “voy de paso, quiero saber si hay agua y saludar aquellos que ya les eche el ojo”. Todos están pendientes de quien va llegando. De dónde serán, habrá venido fulano o mengano. También uno se puede distraer tomándose un trago, recordando con el compadre o los parientes las ocasiones anteriores. En este campamento no hay un staff o un grupo encargado, cada quien se instala dónde puede. Hay una organización del evento que no se ve y que se desarrolla como afluente de río. Los vecinos de ese día se ayudan, de la misma forma que lo hicieron hace más de 30 años cuando compartían una carpa en el campamento de refugiados. Lo siguiente es el Recorrido. El famoso recorrido consiste en caminar una amplia extensión de terreno donde se formó un pueblo de refugiados salvadoreños que eran asistidos por la ACNUR, institución que calculó que en un momento hubo unos 30 mil salvadoreños desplazados en Honduras. Uno de los principales destinos del recorrido es el cementerio. Mientras se camina los más viejos cuentan las historias. Comienzan diciendo la edad que tenían. Las actividades diarias y las características de las personas con las que convivían. Al llegar al cementerio hay que encontrar la tumba del pariente y ofrecer unas flores. Dos hermanos buscan desesperados la tumba de su madre. Otros, llegados desde Estados Unidos, muestran a sus hijos la tumba del tío o tía que nunca conocieron, ni siquiera por fotos, pero que sus padres recuerdan con tanto cariño.

Pero el recorrido sigue, hay quien se va directo donde estuvo su casa, el taller donde aprendió hacer hamacas, a la cancha donde jugaba pelota. Los límites, es otra cosa presente en los relatos. Había un punto donde ya no se podía pasar. Desobedecer esa restricción podía causar la muerte.

Estábamos buscando manzanas pedorras y de repente nos habíamos salidos del límite permitido sin saberlo, los soldados hondureños eran bruscos o tenían órdenes de ser así, nos llevaron a todos los cipotes como si éramos prisioneros, hasta que nuestros papás nos fueron a reclamar” En Mesa Grande había un hospital, una bodega, una iglesia, una escuela, había talleres de aprendizaje para hacer huacales de lámina, sombreros, hamacas, etc. “Solo quien no quiso no aprendió”, recuerda una amiga de Santa Marta.

Escenas más emocionantes se vivieron en los reencuentros. Unas pocas pistas bastaban para identificar a los amiguitos de infancia, vecinos de campamento o incluso amores pasajeros. Una mujer cuenta una historia y una decena más escucha atentamente. Otra la observa y asiente en cada afirmación de la primera, luego se ríe sabiéndose cómplice de la oradora. La segunda mujer hace un cometario y la primera la observa fijamente. Luego sin ningún otro preámbulo le dice el nombre de su madre, caminan una hacia la otra, se toman de las manos y regresan juntas hacia el camping. Mesa Grande hoy es un potrero donde deambulan algunas vacas. Al caminar uno encuentra señas de lo que un día fue una letrina, un horno para hacer pan, un pedazo de lata, un bote de medicina. El potrero está llena de matas de espina y la resequedad de la época le da un tono desértico.

Al regresar del recorrido conocí a don Eulofio Ascencio, de 76 años y originario de San Felipe, un pequeño poblado cerca de Santa Marta, donde vivieron mis abuelos, mi madres y mis tíos. Él me cuenta que se terminó acostumbrando al campamento y que en aquel tiempo del retorno (1987-1992) algunos incluso no querían regresar. Aprendió hacer sombreros y recuerda claramente a doña Mercedes, una señora de Tenancingo que les enseñaba. A la pregunta de por qué regresar, don Eulofio responde que a pesar de que fueron unos años difíciles fue además una experiencia más de vida, un tiempo que no tiene que olvidarse “porque uno siempre quiere volver donde ha vivido”. Al responderme esto lo entiendo y entiendo el entusiasmo de mis primos y demás compatriotas que se juntaron aquella noche de enero. Quizá la gente de Santa Marta aprendió en los campamentos de Mesa Grande el poder de la organización comunitaria, quizá esa dura experiencia los fortaleció y al regreso continuaron con esa logística de trabajo en equipo en su comunidad, ese modo de ser que se percibe y que los mantiene unidos. P.D. Mis abuelos maternos (Blanca y Raúl) fueron los padrinos del primer casamiento de don Eulofio.

­