En ocasión del 40 aniversario de la masacre campesina del 19 de junio de 1980 en los caseríos: Los Planes, El Picacho y La Pinte del cantón Peña Blanca y Santa Marta en el municipio de Victoria, departamento de Cabañas, publicamos el siguiente artículo impreso en 2011 en su edición 43 de Abriendo Brecha.


Redacción Abriendo Brecha | Vilma Patricia Laínez Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

El dolor que sentía  en su corazón  la hizo mantener despierta toda la noche. Sin saber lo ocurrido, se puso a llorar  para dejar de pensar lo que la imaginación y el presentimiento le advertían.

-“Adela, alistate, tenés que ir a recoger el caláver de tu madre”-, fueron las primeras palabras que escuchó de Chepe Martínez, aquella mañana de junio de 1980, cuando el silencio y el miedo reinaban en el caserío Los Planes, ubicado entre matorrales, árboles de mango, aguacate y jocote.

Adela Escobar tiene 62 años de edad, piel morena, ojos pequeños color café y pelo largo entrecano. Es madre de tres hijos y vive ahora en el cantón Santa Marta, del municipio de Victoria, Cabañas. En su casa, sólo la acompaña un nieto, sus hijos han emigrado a Estados Unidos y otro estudia en la Escuela Nacional de Agronomía (ENA). Su casa es grande,  está echa a base de bloques de cemento, patio al aire libre, cocina de tierra y con pertenencias modestas.

El caserío Los Planes está  en el cantón Santa Marta del municipio de Victoria, Cabañas, una de las comunidades repobladas de El Salvador a consecuencia del conflicto armado. En marzo de 1981,  los pobladores de este cantón huyeron hacia Honduras, perseguidos por el ejército, que tomó como blanco a este cantón para lanzar lo que se llamó en ese momento: Plan Tierra Arrasada. Los campesinos se habían organizado para exigir respeto a sus derechos humanos, la mayoría no tenía tierras propias y eran explotados por los hacendados del cantón.

En medio de ese contexto, ocurrió la masacre del Picacho, donde fueron asesinadas cinco mujeres y ocho hombres, incluyendo un niño de siete años de edad. Ese día, toda la población del cantón se indignó con la matanza de las mujeres, sus cuerpos quedaron tendidos a la intemperie, al aire libre, expuestos a ser devorados por los animales.

Cuando ocurrió la masacre, Adela vivía en el caserío El Níspero, a varias cuadras donde ocurrió la tragedia.  El caserío había quedado solo.  Todos los pobladores del caserío habían huido a tierras hondureñas, amenazados por el ejército, que en ese momento emprendía una  de las más crueles invasiones, ocurridas en el Cantón Santa Marta.

Eran las 11 de la mañana del 19 de junio de 1980, cuando los pasos se confundían entre los tropeles  del ejército y el peregrinar de los campesinos que huían desperdigados: se escuchaban balaceras por doquier y gritos humanos.

Esa mañana,  cinco mujeres, una de 16 años, se encontraban reunidas en el caserío Los Planes, unas,  haciendo  almuerzo; otras,  habían llegado de compra, y una había llegado buscando refugio, ante la ausencia de sus hijos, esposo y vecinos. Estaban distribuidas en tres casas vecinas. La hora del almuerzo se acercaba y había que ir a dejar comida a la milpa: habían niños  que jugueteaban, a la  espera de que la comida se terminara de cocinar.

El día parecía intranquilo, las personas ya no vivían seguras, sabían que tarde o temprano  podrían ser víctimas de las balas y las bombas que eran lanzadas a diestra y siniestra en todo el cantón de Santa Marta. Sin embargo,  la muerte las sorprendió a todas juntas, acusadas de colaborar con la ex guerrilla. –“A ellas, les dijeron, para qué están moliendo bastante…”, sostiene entre llanto Adela. Los soldados habían llegado al caserío, bajo órdenes de matar a quienes, según ellos, colaboraran para la guerrilla. En ese momento, las mujeres se encontraban haciendo tortillas y fueron amenazadas por los soldados de preparar comida en abundancia para los subversivos.

Josefa Hernández Jovel, Juana Urbina, Cayetana Hernández, Juana Hernández y  Catalina Hernández eran  las cinco mujeres, que entre súplicas y llantos, trataron de convencer a los soldados de que no las mataran, que ellas no debían nada,  que lo único que hacían era moler para sus hijos y compañeros de vida; pero sus esfuerzos fueron en vano, el ejército abrió fuego contra ellas, y no sólo eso, decapitaron  sus cuerpos  y los rodaron en la ladera de la plaza donde las asesinaron.

-“La bulla de la gente,  es que ellas les gritaron a los muchachos que se corrieran, que venían los soldados”, dice María Julia Laínez, habitante de Santa Marta. Según los relatos de Laínez, los “compas” habían bajado del cerro El Picacho a comprar a la tienda, propiedad de Tanita, cuando las mujeres les advirtieron que se escaparan. Pero la advertencia fue su castigo: los soldados las escucharon.  Fueron sacadas de sus casas, frente a sus hijos pequeños, que se colgaban de sus vestidos, pidiendo a grito que no se llevaran a sus madres. Pero los soldados no tuvieron reparo, se llevaron a las mujeres  a punta de cañón y palo a una de las plazas del cerro El Picacho, ahí las asesinaron.

Juana Hernández era la mamá de Adela,  había llegado a  la casa de Tanita a terminar los detalles de la boda de su hijo con la hija de la señora Cayetana. Nunca se imaginó que ahí iba a encontrar la muerte.

La noticia de la masacre   llegó  a la casa de Adela Escobar el siguiente día, en horas de la mañana. Ella se encontraba sola con sus hijos y no sabía qué hacer, más que tenderse a llorar. No tenía valor, lo intentó tres veces, pero el dolor de saber que su madre era una de las asesinadas podía más que sus fuerzas –“yo llegaba, me regresaba, y decía de vuelta para arriba…”, sostiene Adela.  Arriba del cerro, un hombre la llamaba que fuera,  la llamaba y le señalaba que ahí estaban. Pero Adela sentía miedo, creía que era un soldado y que la podía matar. En ese ir y venir, tomó fuerzas, decidió partir, dispuesta a morir también, si ese era su destino.

En el lugar, se dio cuenta de que quien la llamaba era su vecino, Mario Hernández, un guerrillero que en ese momento, hacía posta. Mario, desde lejos presenciaba los cuerpos de las mujeres, tumbados, cerca de la ladera. Cuando Adela llegó, los cuerpos aún permanecían tirados, nadie los había ido a recoger, estaban llenos de gusanos. Al instante se concentró un buen número de personas, que aun no  habían huido a Honduras. Las presentes, entre guerrilleros y pobladores, se encargaron de levantar los cuerpos.

Cada una fue trasladada de la plaza del Picacho, al caserío Los Planes. Fueron sacadas en hamacas, cargadas en los hombros de los guerrilleros y llevadas a la propiedad de Bonifacio Escobar, donde fueron enterradas en una misma fosa, sin caja, y sin el ritual que se le hace a los muertos antes de enterrarlos.

Desde aquella fecha, a Adela le cambió la vida para siempre. Es una mujer cayada, humilde, trata de huir cuando una persona se le acerca a preguntarle sobre la masacre. No le gusta hablar de ese acontecimiento trágico, considera que es reabrir una herida que sólo la  podrá cerrar cuando haya muerto.

Ese mismo dolor acompaña a Luis Hernández, un señor de 72 años de edad, que le tocó ser padre y madre a la misma vez. En la masacre del Picacho, fue asesinada también su esposa, Juana Urbina, que en busca de refugio, encontró la muerte. Él crió a sus cinco hijos; dos de los mayores se incorporaron a la guerrilla y ahora también están muertos.

El rostro de Luis luce cansado y triste. Es delgado y  no le tiembla la voz para contar en detalle los momentos posteriores que vivió, después que le mataran a su mujer. Sus manos están  llenas de callos, refleja la dura vida que le ha tocado vivir. Ha tenido más hijos, e incluso, se volvió acompañar con una mujer que tiene menos de treinta años que él.  Su última hija ronda los 11 años de edad. Sin embargo, la ausencia de su propia mujer, como le llama a su esposa asesinada, parece quitarle el sueño- “A mí me hace falta la mujer”, dice  Luis, agacha su cabeza y trata de ocultar su rostro ante el dolor que le provoca recordar esa masacre.

Es domingo 21 de noviembre de 2010 y don Luis se dispone a darme un recorrido  por donde fueron los hechos. Se amarra su cincho  y  se acomoda el sombrero. Está contento esa mañana, a pesar de que íbamos a recorrer veredas y matorrales, Luis estaba elegante,  como si se tratara de un paseo  por un pueblo, se había puesto una camisa manga larga azul y un pantalón beis.  Nadie antes lo había entrevistado y se sentía importante, ver el micrófono de mi grabadora cerca de su boca. Habla pausado, y se dirige con mucho respeto.

En el camino, don Luís no deja de hablarme sobre Luis Recinos, un campesino que también fue asesinado justo en la fecha que mataron a su esposa, quien según sus palabras, fue un hombre sencillo y muy bromista. Don Luis Recinos, fue una de las víctimas de la masacre del Picacho, que justo antes que lo asesinaran se despidió del señor Luís Hernández.

El trayecto es largo, y don Luis no parece cansado. Acostumbrado a caminar, va contando cada lugar  que visualiza. –“Esta es la cueva de la Silberia… de ahí, vimos que venía el chorro de soldados”-, señala con su mano y continua el trayecto.

Después de media hora de caminar, llegamos al lugar de la masacre. Es una plaza que queda al inicio del cerro El Picacho y que ahora luce llena de monte y piedras. Don Luis se agacha a tomar agua, se queda en silencio y luego vuelve a señalar- -“Aquí las mataron”-, sostiene.  Pero, el trayecto, no termina ahí. Seguí la ruta del señor Luis Hernández. Cruzamos cercos, laderas y milpas para llegar a la tumba donde las enterraron. Ahí, el lugar ya casi no se nota, la fosa está cubierta de leña seca. Si no fuera un pedazo de cruz que  salta de la tierra húmeda, nadie se diera cuenta de que hace 30 años, cinco mujeres fueron enterradas ahí.

Pero la historia no termina ahí. Para alivio de Adela y Luis, los cuerpos de las mujeres fueron exhumados hace más de tres años. El proceso se dio en medio de dimes y diretes entre el alcalde,  la parroquia de Victoria y los habitantes del cantón Santa Marta. Los primeros dos se negaban autorizar que los restos de las víctimas fueran llevados a la iglesia del cantón, argumentaban que podría generar efectos en la salud, por el estado de descomposición. Los habitantes de Santa Marta creían que se merecían recibir una santa sepultura, con vigilia y dedicatorias: querían honrar la memoria de las víctimas, y así fue, todo el  cantón se organizó para dignificar la memoria. Ahora, sus restos están en el cementerio general de Santa Marta y 27 años después recibieron santa sepultura.

Pero de esa  masacre, solo hay recuerdos en la mente de los familiares de las víctimas, en el cantón Santa Marta, no se conmemora como otras masacres que ocurrieron  en esa época, por diferentes razones.

Walter Laínez, miembro del Comité de Memoria Histórica del cantón Santa Marta, asegura que de acuerdo a los registros que lleva este Comité, se contabilizan siete masacres  en este cantón y en sus caseríos aledaños. Sin embargo, de la masacre del Picacho aún no tienen registros concretos –“como equipo de memoria histórica, estamos revalorando que es una masacre que debemos tomarla en cuenta”- sostiene Walter Laínez. Habla de proyectos que ya se están planificando para conmemorar esa fecha y recoger los testimonios de sus familiares, muchos de ellos no viven en el cantón, y otros están avanzados de edad.

Esta masacre tampoco aparece en los archivos oficiales, a penas se deja ver entre el registro de masacres que el Equipo Maíz desarrolla, con el fin de darle identidad a las víctimas anónimas de la guerra. De acuerdo a esta ONG, en El Salvador, durante la guerra, se ejecutaron más de doscientas setentas masacres, de estas, la Comisión de la Verdad, en su informe -De la Locura a la Esperanza-, sólo logró abarcar 30 casos representativos, que ilustran los patrones de violencia de esa época.

Los familiares de las víctimas del Picacho, como el señor Luis, se conformarían con que ésta masacre sea conmemorada, no exige castigo para los responsables. Está consciente  de que la justicia no está de su parte.

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