Testimonio tomado del libro: Donde anida el Torogoz.

***

En Santa Marta no hay una sola alma que no la conozca. De sólo mencionarla, ya brotan los adjetivos: “una mujer brava esa”, “de las que no retroceden”, “mujer sin miedo”, “de las que plantaron cara y duro”.

Con esos antecedentes y al llegar hasta su casa, cerca de la plaza de Santa Marta, me dejé dominar por los estereotipos y creí encontrar una mujerona alta y fuerte y hasta quizás, un poco hombruna. Quien me abrió el portón fue una mujercita de poca estatura que ronda por las 100 o 110 libras de peso. “Siempre he sido así, “pechita”- me dijo más tarde. Pero lo cierto es que en su presencia no hay lugar para estereotipos manidos. Toda esa fuerza, todo ese coraje que la han convertido en leyenda, se concentran en sus ojos y su voz de mujer bien plantada en la vida.

Pío, como todos le dicen, es una sobreviviente de la masacre de Santa Cruz donde, con seis meses de embarazo y una niña pequeña, presenció horrores que la marcaron de por vida.

Cuenta: “Yo estuve sólo un mes en La Virtud cuando decidí regresarme. Al final la lucha era aquí y no allá. Por eso volví, me asenté en Peña Blanca y estuve colaborando hasta que la masacre me obligó a regresar a Honduras. Recuerdo aquella gran columna de gente tratando de llegar al río Copinolapa que era nuestra única alternativa. Recuerdo nuestra tierra arrasada donde no quedó nada vivo ni en pie. Tuve que darle pastillas para dormir a mi niña de tres años porque el llanto de los niños era lo que alertaba a los soldados. Logré pasar el río, pero ya del otro lado había un cerco de militares que rompieron fuego. Tratamos de escabullirnos agachaditos, cuando sentí un vapor muy grande, tal vez de una ametralladora, tal vez de un lanza cohetes que me reventó un oído. Así anduve guindeando de un lado para otro con un trapo amarrado en la herida. Ya no aguantaba más. El ejército había ocupado la escuelita y nos gritaban: “Topen, hijos de puta”, buscando que nos acercáramos. Yo le dije a mi esposo que no alcanzaba a subir la cuesta de la escuela y le pedí que nos escondiéramos en un montecito. Estando allí pasó un helicóptero ametrallando y yo sólo podía aplastarme contra la tierra, tal vez quebrando los huesitos de la niña que llevaba en mi panza.

Por los caminos encontramos gente muy mal herida que nos suplicaban: “Compitas, por amor de Dios, termíname” Y cómo íbamos a hacerlo, Cristo bendito. Pero lo peor, lo que no puedo olvidar ni, aunque viva mil vidas fue aquel humo negro, cuajado, con tufo a carne quemada. Yo sentí cómo quemaban a los muertos, a los heridos, a compañeros vivos aún y eso no lo perdono, que los perdone Dios.

Pasamos días y noches caminando por puro monte, sin comer, sin dormir, sin beber agua. Yo iba atarantada, la tierra se me movía bajo los pies. Nos metíamos por donde quiera, tratando de salvar el pellejo y yo sólo pensaba: Ojalá que salgamos vivos para poder contar esto. Mi esposo se remojaba los labios con su propia orina y ya casi ni orinábamos. Cómo así si no teníamos agua que tomar. Después de mucho sufrir, cuando llegué a Los Hernández y mi madre me vio, puro huesito de donde solo salía mi pancita, me gritó: Hija, ¿vos sos de esta vida o de la otra?”.


En el acto de presentación del libro: “Donde anida el Torogoz”, en Santa Marta, el pasado 8 de octubre, luego que Esther Avalos, autora del libro, compartiera con los presentes el relato de María Pío, todo el mundo impactado se puso de pie y  aplaudió prolongadamente.
Foto: Abriendo Brecha

Todo ese dolor acumulado se transformó en una indignación tal que hizo de María Pío la mujer corajuda que, de vuelta a Santa Marta, no sólo asumió misiones peligrosas, sino que enfrentó cara a cara las fuerzas brutales culpables de tanto sufrimiento.

“Mi misión era halar producción para los compas. Íbamos a Victoria, a Sensunte hasta dos veces al día a comprar pan, guineos, melones. De vez en cuando nos encontrábamos en medio de “disparazones” y nos tocaba correr hasta el desvío y ocultarnos en el monte.”

“Una vez venía yo con un canasto de pan y me topo un montón de soldados en el desvío de San Antonio. Éramos seis mujeres y a todas las dejaron pasar, menos a mí, que era la última. A mí sí me jodían porque no me les quedaba quedito y ellos lo sabían. Yo andaba con mi niña y me interrogaron. Pero nunca les tuve miedo ni me quedé callada. Les hablaba duro, mirándolos a los ojos.

__ ¿Para qué jala tanto pan? - me preguntó un soldado.

__ Para vender- le dije- Si usted quiere pan, le vendo. Hasta a un perro si me compra, yo le vendo.

__ ¿Usted es la dueña de la tienda?

__ ¿Qué tienda? No sé de qué me habla.

__ ¿Ustedes no ven la tele, no ven lo que está pasando?

__ Ah, sí. Miramos para las nubes y la vemos en todos los colores.

__ ¿Por qué se fueron de aquí?

__ Porque no era tonta, si hasta a las gallinas estaban matando.

__ Señora, un consejo: no jale tanto pan.

__ Mientras tenga fuerzas, jalo todo lo que pueda. Tengo que buscarme mi “cinquito” para los cipotes. ¿O me lo va a dar usted?

***

“Como esas, me pasaron muchas. Otra vez andaba por la cuesta del Zorrillo, siempre con mi canasto de pan y pasó una “avispita” (helicóptero) y me disparó directo al canasto. Diosito fue grande porque se levantó un viento y desvió el disparo, pero tiraron a matar. Nada de eso me detuvo ni me dio miedo. Yo fui coordinadora de diez familias y avisaba si llegaban los de ORDEN. Me tocó sacar gente y también salir a buscar detenidos. Hasta Sensunte me fui una vez con un grupo de aquí y enfrentamos un cerco de antimotines que habían puesto. Yo siempre iba de primera, gritando a la gente: “Adelante, ni un paso atrás”. Llegué a topar con el pecho de ellos y les dije: “Venimos a buscar al muchacho que nos han capturado y no nos vamos hasta que lo entreguen. Tengan vergüenza.” Uno de los antimotines me dijo que yo era una mujer muy enojada, que me habían lavado el cerebro porque de otra forma no entendía que siempre fuera delante. Y ahí fue donde les fui para arriba, le levanté el casco para que me mirara bien a los ojos, le rompí el chaleco, le boté el agua. Tiempo después supe que ese hombre había dicho de mí: “Esa señora es enojada como una gata. No le tiene apego a la vida”. A lo mejor es verdad, pero cómo voy a perdonar tanto sufrimiento. Recién venidos aquí entró a Santa Marta el sinvergüenza de Ochoa Pérez, el que ordenó el operativo de tierra arrasada, el que dirigió la masacre de Santa Cruz, ese grandísimo asesino hijo de puta. Sentí una cólera tan grande que no lo pensé dos veces. Agarré a mi niña de la mano y salí a la calle armada con piedras y empezamos a apedrear el carro, él ordenó que nos lo tiraran encima; pero sus buenas pedradas se llevaron. Cómo iba a permitir que entrara aquí tranquilamente el responsable de la muerte de tantos compañeros, de tantos familiares y amigos. Mi sangre no me da para eso. Sólo sentía otra vez aquel olor a carne quemada y tiré piedras sin preocuparme de mi vida.”

(Testimonio concedido a la autora. Santa Marta, Noviembre 6/ 2016)

*Tomado del libro: Donde anida el Torogoz.

 

­